Estuve en la ciudad de la costa italiana durante casi una se mana. Trabajando durante todo el día y con la noche libre pa ra hacer lo que quisiera. Desgraciadamente, era febrero. Afortunadamente, ello me dio ocasión de disfrutar de una de mis pasiones: la comida italiana. Desgraciadamente, era difícil encontrar un buen restaurante fuera de temporada. Afortunadamente, el último día alguien mencionó el restaurante Z Bass.
Ya desde fuera sabía que había hecho buena elección. Estaba lleno. Sólo quedaba una mesa libre. Abrir la puerta fue como adentrarse en un mundo de placeres y sensaciones. Primero el exquisito olor del estofado de pescado, zuppe di pesce, la especialidad de la casa. Después el trepidante parloteo de los italianos pasándoselo en grande. Y, por supuesto, los camareros con sus resplandecientes chalecos a rayas llevando en alto fuentes humeantes, sonriendo, gritándose unos a otros y comportándose como si hubiesen nacido para servir de una forma que parece exclusiva de los camareros italianos.
Me senté en mi mesa y pedí. Al otro lado de mi pequeña mesa había una mesa mucho más grande ocupada por unos doce hombres, seis a cada lado. Tal vez fuesen parientes o compañeros de trabajo. En cualquier caso era evidente que celebraban algo y estaban enfrascados en su zuppe di pesce.
El hombre que tenía enfrente, pegado a la pared, llamó mi atención. Era feo. Tenía la cara hinchada y deformada, destrozada al parecer por las marcas de alguna enfermedad. Parecía un hombre elefante y era sin duda el hombre más feo que jamás había visto. Sabía que no debía mirar, pero del mismo modo que la lengua busca sin cesar el diente que acabamos de perder, mis ojos volvían a parar una y otra vez al mismo sitio.
Empecé a fijarme en lo que estaba haciendo. Estaba comiendo zuppe di pesce. Se llevaba la cuchara lentamente hacia la boca con la cara llena de expectación por el placer anticipado. Los ojos le brillaban y después los cerraba y retenía el estofado en la boca, permitiendo que se derritiera y se enfriase lentamente. Tardaba minutos en saborear cada cucharada. Parecía sacar hasta el último jugo de cada bocado, como si estuviese probando una comida reservada únicamente a los dioses.
Tomó de este modo unas tres cucharadas y después dejó la cuchara. Luego alargó la mano y cogió un cigarrillo del paquete que tenía delante. Lo encendió con la misma deliberación con que se había comido el estofado y después procedió a inhalar cada bocanada hasta lo más profundo de su ser. Una sonrisa inundaba su rostro y un estremecimiento le recorría el cuerpo. Hacía que el hecho de fumarse un cigarro pareciese todo un arte, una actividad más deseable que ningún otro placer sensual. Se diría que cada bocanada era la última antes de que el pelotón de ejecución acabase con su vida y el hombre desease disfrutar tanto como le fuese humanamente posible de cada uno de sus últimos momentos.
Comencé a darme cuenta de lo equivocado que había estado en mi primera apreciación. Este hombre no era feo. Era capaz de hacer algo muy especial, algo que yo mismo vengo deseando hacer mejor desde hace mucho tiempo.
Este hombre sabía cómo vivir el momento presente, cómo extraer tantas experiencias como fuese posible del ahora. Mientras otras personas se dedican a mirar atrás, hacia el pasado, en busca de una referencia, y muchos otros se preocupan de lo que está por venir, pensando en cómo planificar y organizar su futuro. Todo esto es importante, por supuesto. Pero se requiere una sabiduría especial para apreciar que cada uno de los momentos presentes es precioso, está lleno de experiencias y nunca volverá. Lejos de ser feo, tal vez este fuera el hombre más hermoso que jamás había visto. Y hasta el día de hoy le estoy agradecido por su obsequio.
Excelente metáfora para vivir el presente sin la espectativa de lo que pueda suceder.
Felicitaciones mi querida coach y amiga.