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Un joven ambicioso se fue lejos de su familia y de su tierra natal a estudiar a un lejano país en el extranjero. Durante siete años se aplicó con la máxima diligencia y disciplina a fin de aprender el arte y la ciencia de la fisonomía, esto es, la habilidad de detectar la personalidad y el carácter a través de los rasgos faciales.

Se graduó con las máximas calificaciones y emprendió el largo viaje de vuelta a su hogar. Durante el camino no desaprovechó la menor oportunidad de comprobar su capacidad de adivinar la personalidad de los demás a través de sus rasgos.

Mientras atravesaba un valle inhóspito y de grandes dimensiones, en el que había poco que comer o donde resguardarse, el estudiante se tropezó con un hombre cuyo rostro llevaba grabadas las peores de todas las pasiones. En los rasgos correosos de la cara de aquel hombre el estudiante creyó adivinar la codicia, la gula, la lujuria, la envidia, la ira, la avaricia y las más perversas intenciones.

Pero cuando el hombre se acercó al estudiante, su rostro esbozó una amplia sonrisa y con una voz cálida, amable y suave invitó al estudiante a quedarse en su casa a fin de reponer fuerzas. “Es una casa muy sencilla”, dijo el hombre “pero serás bienvenido y podrás recuperarte de los rigores del viaje. Descansa y siéntete como en tu propia casa. Lo mío es como si fuese tuyo. Considérate mi invitado. No sigas viajando esta noche pues la aldea más próxima está muy lejos”.

El estudiante se sintió enormemente confundido. Le entró el temor de que todos sus estudios no le hubieran servido de nada, de que siete años de rigurosa disciplina no tuviesen finalmente más valor que el aire embotellado.

Así pues, para poner a prueba sus dudas y sus temores, el estudiante aceptó la invitación.

Tal era el deseo de aquel hombre de agasajar a su huésped sin escatimar nada, que el estudiante no encontraba la forma de marcharse. El hombre le obsequió con todo tipo de platos suntuosos y sabrosos y demás exquisiteces. Le dio a beber los más dulces néctares aromáticos y los tés e infusiones más fragantes. Finalmente, pasados algunos días, el estudiante se decidió a marcharse.

Pero cuando se preparaba para montarse en la silla de su caballo, el hombre se presentó con un sobre. “Aquí tiene su cuenta, señor”.

El estudiante se quedó desconcertado. “¿La cuenta? ¿De qué me estás hablando?”.

Toda la simpatía desapareció del rostro del anfitrión tan rápidamente como la nieve al sol. Sacó un cuchillo horrible de su cinturón y apuntó con él a la cara del estudiante. Sus rasgos recuperaron el aspecto malévolo que el estudiante había podido advertir la primera vez. “Págame de una vez, tacaño asqueroso. Con que querías salir disparado, ¿verdad? Te creías que podías largarte sin pagar, ¿eh? ¿Te piensas que soy millonario y que iba a darte de balde los mejores productos de la región? ¡El típico estudiante gorrón!”.

El estudiante, a quien este virulento ataque le había cogido totalmente por sorpresa y parecía estar hipnotizado por la daga apuntándole a la garganta, salió repentinamente de su inercia. Abrió el sobre y leyó la cuenta en la que figuraba todo lo que había consumido y lo que no unas doscientas veces de más.

La deuda ascendía a una cifra pasmosa, muchísimo más de lo que el estudiante llevaba consigo. Pero con una amplia sonrisa y un movimiento decidido, el estudiante bajó del caballo y se lo dio a su antiguo anfitrión. Se quitó su elegante sombrero y su capa de viaje y también se los entregó.

Y marchando alegremente a cada paso, el estudiante emprendió nuevamente su viaje, celebrando todo el tiempo que, después de todo, sus siete años de educación no habían sido desperdiciados.

Fuente primaria: Nossrat Peseschkia.

Fuente secundaria: Abdu’l-Baha.

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